Fragmentos de
Los aplausos de las ocho
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Universidad Complutense de Madrid
Doctor cum laude en Lengua Española
2015
UNAM
y
Universitat de Barcelona
Maestría en Letras Mexicanas
2002 - 2005
UNAM
Licenciado en Literatura Dramática y Teatro
1994-1999
Novelas
Guiones
Obras de teatro y cicloteatro
Clases de escritura de la improvisación
Guiones para eventos
Fragmentos de
Los aplausos de las ocho
Un perro pasea por una plaza desierta. Va precioso, recién bañado. Su pelo es de color pardo, aunque en el lomo tiene una gran mancha algo más oscura. Sus orejas son grandes y se yerguen un rato; a la de la derecha se le dobla la punta hacia adelante. Está feliz, se siente libre. Siempre soñó con poder ir sin correa, sin que le echaran la bronca sus dueños por acercar mucho el morro a alguna entrepierna de olor interesante. Es de raza mestiza, un poco pastor catalán, otro poco pastor alemán, aunque, en realidad, es de todo un poco. Lo recogieron hace algunos años en adopción cuando se avisó por WhatsApp que en la perrera se haría un sacrificio masivo.
Le pusieron de nombre Estornudos porque cuando lo recogieron estaba resfriado y no dejaba de estornudar. A él no le pareció mal el nombre ―antes se había llamado Spike, Rogelio y Cachorro, así que qué más daba llamarse Estornudos. Estaba contento de poder tener alguien con quien jugar y salir de una vez de esa prisión donde nunca podía corretear con los otros perros, además de que muchos animales no paraban de llorar.
A Estornudos le parece que, para su gusto, en estos días la calle está demasiado limpia. No hay latas de cerveza por todas partes —como de costumbre—, ni bolsas de basura desparramadas fuera de los contendores de reciclaje. Eso sí, echa de menos alguna bolsa de basura orgánica que dejan algunos vecinos en los sitios incorrectos ―algunas veces hay algo rico que mordisquear por ahí.
Estornudos pasea frente al parque con la idea de echar alguna carrera ya sea con Vicky, una rottweiler jovencita que sale como a estas horas, o con cualquier otro perro que tenga buen rollo —los bravucones le sacan su versión más lobuna y a él no le gusta ser así—. El parque está cerrado, precintado con unas cintas azules y amarillas de la policía municipal. Rasca la reja de la entrada para ver si se abre, pero es imposible, no se puede pasar. No tiene idea de lo que está sucediendo y llora por la frustración.
Una patrulla hace sonar su sirena. A través de la megafonía, una pareja de policías —una mujer y un hombre— le llama la atención a tres chicos que están sentados sobre unos bolardos. Bajan del coche patrulla e inmediatamente hacen el gesto de coger la hebilla de sus cinturones.
—Buenas tardes. Muéstrenme su documentación, por favor —dice el policía mirando hacia abajo a los chicos que siguen sentados.
Sacan sus carteras y buscan su identificación.
—Pero vamos a ver, que no se puede estar en la calle en grupo —les dice el agente mientras revisa sus documentos.
—Salimos a comprar víveres, jefe —se defiende el alto de cabello largo y rebeca verde.
—¿Víveres? La cerveza no es artículo de primera necesidad —replica la mujer policía mientras revisa la bolsa de la compra; sólo encuentra botellas de cerveza de litro.
El compañero de la mujer policía mira con atención la identificación del chico de cabello castaño rojizo y rizado, el de cejas abundantes. En la foto de su carnet aparece como rubio y de cabello lacio, y sus cejas parecen teñidas de rubio platino. Al policía le cuesta discernir si el documento en verdad le pertenece, su imagen es diferente. Se comunica con la comisaría a través del walkie que llevan enganchado al hombro para confirmar la identidad de los chicos. ‹‹Todo está correcto››, les responden. Los multan y los dejan ir, advirtiéndoles que es una tontería estar pagando multas por no ceñirse a la cuarentena. ‹‹Nadie está en esta situación por gusto, señores››, les replica la mujer policía al escuchar que al alejarse uno de ellos murmura ‹‹hijos de puta››.
Estornudos ha visto la escena y, como ciudadano cívico que es, se acerca para ver si le puede echar una mano a alguno de los dos bandos —al que lo mime más, está claro—. ‹‹¡Estornudos!››, le grita Esteban justo cuando parecía que el perro se dirigía a olerle la entrepierna a la agente del orden. Ella se agacha y juega con él sin dudarlo, acariciándole la cabeza. Estornudos le corresponde subiéndole la pata y dándole mordiditas amistosas en la mano. Esteban, su dueño, se acerca corriendo y transpirando, con la correa del perro al hombro. Mira preocupado a los agentes por si este exceso de Estornudos le acarrea alguna sanción.
—Se me escapó, lo siento —se justifica con voz lastimosa antes de que le digan algo.
—No se preocupe, se puede pasear a los ‹‹perretes›› —dice la mujer policía, ya enamorada de Estornudos —el amor es mutuo.
—Pero recuerde que se pueden pasear sólo para hacer sus necesidades; esto no es un paseo para usted —reprocha el otro policía, con aire fastidiado.
—Lo sé, lo sé, se me escapó —se defiende Esteban mientras le pone la correa a su perro.
Estornudos y la mujer policía se miran fijamente. Ella le sonríe pero él se ve obligado a obedecer a Esteban, que lo arrastra de la correa para irse a casa. Al perro le gustaría repetir caricias con la guardiana del orden, pero en estos días raros los amigos se dejan de ver, así que tendrá que despedirse indefinidamente de ella.
...
En cuanto Carmelo cuelgue con su hermano hará su ritual de la ‹‹era coronita››; Camisa fuera, pantalones fuera, ropa interior fuera y… patines dentro; hala. Sí, se llevará patines para probar nuevas maneras de llenar el espacio; el aeropuerto vacío se lo ha suplicado. Hará mucho tiempo que no salía a hacer ejercicio. Se lo habrán prohibido a la población. Esa tarde querrá probar habilidades nuevas con sus patines y aprovechará las rampas. Hará tiempo que quería intentar patinar de espaldas; ése será el momento. Se irá a abrazar el cartel de la azafata de Norwegian —ya la habrá bautizado como Greta— y, como llevará puestos los patines, ya estarán más o menos a la misma altura, él y su amor vikingo.
Cuando esté bajando a toda velocidad, verá que aparece una luz en el cielo. Desafortunadamente, en su práctica, habrá bajado las tres plantas de la T4 y tendría que subir cuanto antes. Su móvil estará sonando arriba y el tono militar que le ha asignado a las llamadas de Antonio resonará por todos los rincones del aeropuerto. El ascensor que está a mano no servirá y los otros ascensores estarán inmovilizados en la planta más alta y tardarán mucho en bajar.
El tipo de ruedas que tienen sus patines se encajarán mal en las rampas eléctricas; sólo le quedará la opción de quitárselos o subir con ellos por las escaleras. Escogerá la segunda para ganar tiempo. Cuando llegue a la última planta estará completamente sudado. El móvil volverá a sonar. Contestará:
—Pero dónde te metes. Llevó tres llamadas. ¿Ya estás en pista?¿No ves
que acaba de llegar uno de nuestros aviones? Lo estoy viendo desde la ventana de mi casa —le reprochará su jefe.
—Estaba en el baño. Cagalera. Mala suerte.
—Pues vete cagando leches que calculo que en dos minutos abrirán la
puerta del avión.
Carmelo colgará y se secará el sudor del cuerpo con los papeles que
habrá en un mostrador de Iberia. No tendrá margen para ir al servicio a asearse apropiadamente. Calculará sus tiempos y se dará cuenta de que no conseguirá llegar en dos minutos a la pista a menos que.. vaya en patines. ‹‹Ni hablar››, pensará. Se vestirá lo más rápido que pueda y llegará al pie del avión sobre sus ocho ruedas. De la puerta del avión saldrán un par de guardaespaldas vestidos de negro con mascarilla y pinganillo y, detrás de ellos, el ministro de Sanidad. Mirarán a un sonriente empleado de la aerolínea que los espera en tierra con el cabello alborotado por el aire de la turbina; su atuendo les parecerá aceptable: traje y corbata, pero… ¿patines?

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Fragmentos de
De madrugada en ti
La historia de sus últimos años arrojaba un balance de saldos rojos, blancos, negros... en fin, todo un arcoíris de saldos. Una historia que por pensarla y repensarla tanto, ya no podía decir a esas alturas si era inventada o real. Un cuento que le dolía por ridículo e irreversible; por marcarle las mañanas y las noches, los deseos y los sueños.
Sin embargo, en ese momento no recordaba nada en particular, simplemente volaba. Veía ciudades desde lo alto, y esas inmensas nubes blancas acariciaban su piel. Podía ver estrellas lejanísimas si se lo proponía. Abajo, los desiertos diminutos se asemejaban a monedas de oro dispersas en la redondez del planeta; veía las selvas al igual que esas costras secas llamadas ciudades. Todo esto, sobre la hermosa piel de la Tierra, tan inmensa y pacífica. Su cuerpo sentía algo parecido a besos suaves venidos de la nada y a sus oídos llegaban de lo lejos frases como: «te amo«, «estemos juntos hasta la muerte«, «qué bueno que llegaste a mi mundo«, en fin, todo lo que antes siempre quiso escuchar como música de fondo del tinglado de su vida, pero que ahora le sonaba sólo a
...
un murmullo empalagoso que se quedaba muy atrás en su vuelo. Y al final del viaje, el amor sin rostro; se parecía tanto al sol. Se fascinó con la imagen. Quería verlo de cerca, quería ver a qué o a quién se parecía. Hizo brazadas en el aire, como si nadara de «pecho«. Sintió un calor intenso al aproximarse a él. Pensaba que estaba tan cerca que se derretiría, pero qué importaba. Aunque le diera a beber su propia sangre a un sol sediento, lleno de fuego y pasado, tenía que verle el verdadero rostro al amor, aunque fuera por una única y última vez.
E. era joven todavía. El tipo de joven que dramatiza su historia como una inmensa carga que, injusta y sádicamente, le ha sucedido a él, sólo a él, en toda la historia de la humanidad. Pero todo lo vivido valía la pena solamente por ese mágico último viaje al sol, o, más bien, al amor en estado puro. Si estaba muerto qué dulce era la muerte.
Pensaba todo esto y sentía ese calor que no quemaba cuando se le atravesó una nube extraña y se le metió en la boca. Apestaba a descomposición; además, un poco de polvo se le infiltró en la nariz y lo hizo estornudar.
«¿Polvo aquí en el cielo?« pensó.
Se exaltó al ver repentinamente unos ojos inmensos enmarcados por ese sol y abrió abruptamente sus propios ojos. Se dio cuenta de que estaba rodeándolo la oscuridad y que todo había sido simplemente un sueño.
Ubicándonos desde la lámpara de techo de su habitación, exactamente poniéndonos junto al mosquito que ya tenía planes con la sangre de E., antes de que ésta se transformara en morcilla al chamuscarse con el sol de sus sueños, veríamos que el joven E. había caído de la cama con los brazos extendidos y el trasero alzado, como si fuera una avioneta humana. Las nalgas levantadas le daban forma a la cola del avión y sus piernas se abrían en forma de ancas de rana para completar la ridícula figura. Estaba mordiendo un calcetín que alguna vez fue blanco, y que llevaba unos cuantos días reposando en el suelo, y que nada tenía que ver con una voluptuosa y ligera nube.
Ese día se levantó del suelo de mal humor, tratando de encontrarle algún sentido a su vida a través de lo soñado. Desgraciadamente las imágenes se le desvanecieron antes de abrir completamente los ojos y no alcanzó la libreta en la que siempre escribía sus sueños. La amnesia de esa madrugada le molestaba aún más porque estaba seguro de haber visto algo de gran trascendencia. E. estaba obsesionado por aprender de esos viajes oníricos, como si el sueño fuera un laboratorio psicoanalítico para lograr entender su estado psíquico y anímico actual, valga pues, su historia, como a él le gustaba decir –era un fiel freudiano no obstante nunca haber leído al insigne doctor–. Al final del análisis no quedaba nada, una ensalada de recuerdos que apenas tenían sentido.
No recordó nada a pesar de sus tremendos esfuerzos. Pero bueno, no se complicó y pensó que lo más importante era que por primera vez en toda su existencia no sabía de dónde venía y misteriosamente había amanecido en Barcelona. Se entusiasmó con el hallazgo y decidió que, como no era nadie en especial, ahora sí conseguiría cambiar la estrategia de su vida. Se llenó de planes inmediatos. Ahora trataría de reprogramar su mente a algo más agradable, a una forma más positiva de pensar
...
y vivir. En ese momento de euforia una tonadilla inmisericorde le vino a la mente mientras bostezaba contento: «...si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan aquí...«. «Vengo de la pinche Ciudad de México y tengo que vencer a la madrugada para cumplir con la rutina universitaria –a ver si los cursos inician de una vez por todas«, recordó enfadado.
Se revisó los excesos de cuerpo que lo torturaban desde que tenía memoria. Usó otra vez de sparring a sus viejos «hubieras«, reprochándose la falta de ejercicio suficiente en ese oscuro periodo medieval de su vida, que ya llevaba cuatro años sin dar luces de un Renacimiento cercano. «Es tu culpa, si hubieras tenido suficiente disciplina ahora no estarías como rollito primavera, huevón«, se decía a sí mismo a media voz.
Al explorar con los dedos la topografía grasa de su anatomía, sus dormidos tentáculos detectaron con fastidio que, como siempre pasaba a esas horas en su cuerpo medio, ese volcán impredecible en su México central (lo llamaba el Popocatépetl, hermano gemelo, según él, del gigantesco volcán que reposa a las faldas de la ciudad de México) se había despertado antes que el resto de sus miembros, y procedió a exprimir de mala gana cualquier exaltación ígnea que pudiera malograrle el desayuno con tortuosas imágenes fogosas. Detestaba esta parte del ritual matutino de ser hombre. Ese maldito volcán inquieto que a ratos lo hacía concordar con las feministas extremas en que la única neurona que le funciona al hombre en realidad es una hormona. Repasó mentalmente todos los maniquís que una buena noche de sueño, unas cuantas horas de televisión y recuerdos de paseos por las ramblas pudieran ofrecerle. Rubias, morenas, asiáticas, jóvenes, pequeñas, bizcas, bonitas, altas, orejonas, fuertes, extremadamente fuertes, raras –pero eso sí, todas de pies bonitos–, todas las que pudieran acercarlo a aquel orgasmo legendario que tuvo a sus diecinueve años. Nada funcionaba. El volcán seguía despierto pero no se atrevía a erupcionar.
–¡Qué chinga!–exclamó.
Se puso nervioso, hizo una pausa, y desesperado escudriñó por el lado de sus tabúes a ver si así se podía librar de la presión de Natura.
–En fin, ya estoy grandecito como para aceptarme si soy maricón–, se dijo angustiado.
Repasó todos los volcanes parecidos a los de él que podía recordar desde la infancia, para ver si eso lo hacía desahogarse. El nerviosismo le inyectó adrenalina extra y parecía que lo estaba logrando, pero la culpa le saboteó el desahogo y en su fantasía despidió a karatazos a su fantaseado fisicoculturista japonés, que estaba por masajearle la espalda:
–Lo siento Tamagoshi, sólo era una emergencia, en realidad no soy puto.
Y lo noqueó de un golpe certero y continuó el aeróbic manual, pero a mayor velocidad.
Cuando ya parecía que desfogarse le iba a costar sangre y lágrimas se le atravesó una imagen complicada. Esta imagen le hacía sentir dolor y excitación al mismo tiempo. Una rubia hacía el amor con un hombre joven algo hablanchín que le decía –con acento argentino– que era una suertuda, mientras ella le empujaba el
...
rasero hacia sí misma diciéndole «dame más«. En ese momento, cuando E. ya estaba a punto de llorar y correrse al mismo tiempo, cambió rápidamente la imagen estimuladora y se vio de niño, a los seis años de edad, orinando junto con su primita Esther mientras ella le revisaba esa cosa tan rara de la que le lloraban lágrimas doradas... ¡Lo logró!
–¡A no pensar en ese tema engorroso por lo menos de aquí a que salgo a la calle! digamos, en cuarenta minutos–. Esto último se lo confesó triste viendo que el tiempo en el que lo molestaría de nuevo la libido era muy próximo. Buscó con qué limpiar lo que su primita Esther había venido desde el pasado para ayudarle a sacar. Se lió el acostumbrado cigarrillo mañanero, desparramando por la cama la mitad del tabaco, y lo encendió.
–¿Bien, qué vamos a hacer hoy, güey?– se consultó.
Decidió que lo primero era ir a limpiarse todo lo pegajoso que tenía en su cuerpo, incluyendo las lagañas que limitaban su visión. En el camino, su cabeza tropezó con un mueble que sorprendentemente le saludó:
–Qué onda güey, ¿dormiste bien?
Corrigió asustado su apreciación, no era un mueble, era Jaume, su compañero de piso, que padecía un tipo de ceguera matinal parecida a la de él, pero caracterizada por la persistente lluvia de caspa ocular que no dejaba de salirle desde hacía algún tiempo.
Según Jaume, este mal de los ojos era el castigo por haber visto desnuda a una mujer mágica en la selva de Chiapas, a pesar de que la gente del pueblo de Comitán le previno que no lo hiciera. Un año antes, Jaume había hecho un viaje a México que le había cambiado la vida. Regresó con los secretos más profundos de los chamanes escritos en un libro de la guía Lonely Planet, además de toda la jerga mexicana que podía recordar de aquellos instantes en los que no estaba bajo los efectos de los viajes de conocimiento logrados por la devota ingestión de hongos alucinógenos.
–Qué onda, güey– contestó E. –No Jaume, dormí del carajo. Anoche el viento estuvo durísimo y golpeaba la persiana contra la ventana. Y la calefacción sigue sin llegar a mi habitación, ya arréglala ¿no, neng? Oye y ya quita tu bici del pasillo, que anoche me volví a dar un golpe con ella.
–Está bueno, cabrón –contestó Jaume con cierta indiferencia, mientras se dirigía a su habitación para empezar a disfrazarse de gente productiva.
Ambos se retiraron a sus destinos finales arrastrando los pies, sobándose los cráneos golpeados y luchando contra sus atascados párpados. Ya limpios los ojos, E. se dirigió a la cocina dispuesto a acabarse de una vez por todas las diez cajas de papilla de cereales para bebé que había comprado por error, ante una lectura rápida y deficiente de la caja, creyendo que era un caro cereal multivitaminado que le permitiría deshacerse de los excesos grasos de su cuerpo.
Daphne, la otra compañera de piso, cruzó la puerta de la cocina y, como había sucedido en los últimos días, vio el ritual de la papilla y regresó rápidamente a su habitación riendo a carcajadas, con esa risa suya tan parecida a los gruñidos de un perro pequeño. E. le sonrió mientras se iba, tratando de ocultar su enfado, pero
ya que ésta estuvo lejos murmuró –pinches alemanas–. Jaume, que ya estaba más despierto, y recordando los reclamos madrugadores de su compañero, escuchó la carcajada de Daphne desde el baño y procedió a la pregunta ritual de todas las mañanas d.c. (siglas que designaban en aquel piso una época histórica: después del cereal)– en aquel hogar:
–¿Ya se preparó su papilla el bebé?
A lo que E. murmuró de nuevo:
–Pinches españoles también.
Daphne se asomó discreta por la puerta de la cocina y le dijo a E., que al escuchar se quedó estupefacto, con la cuchara colgando de su boca:
–Volviste a llorar mientras dormías.